¿Cómo ver los rastros del ferrocarril inglés de fines del siglo XIX y a la vez las manos de esos trabajadores italianos o croatas que hundieron sus pies en el barro para emplazar los pilotes del muelle de hierro? Sorpresa de descubrir, entre yuyos, en el óxido, el lenguaje y la traducción fallida de un cartel, ese capital inglés, y los brazos de aquellos trabajadores en un riel vertical que ahora funciona como poste de luz.
¿Qué recorrido hace el grano de maíz que está tirado en el suelo bajo la cinta transportadora de Cargill? De los campos de la región pampeana, a los silos, a la cinta transportadora, a la bodega de un barco y de ahí, a China, a Brasil (o al estómago de alguna paloma).
El territorio se expande cuando vemos a la figura de San Silverio en el muelle, migrante desde la isla de Ponza, que cruzó el Atlántico junto a tantas familias para quedarse acá entre redes de pesca, lanchas y canoas.
También escuchamos esos sonidos que se transformaron en ruidos porque ya los tenemos incorporados. Hay que detenerse y prestar atención para oír la cinta transportadora mezclándose con la bocina del tren o la sirena de los jueves a las once.
Y como pensamos desde el presente, la memoria de la última dictadura irrumpe casi al final, ya de vuelta al museo, al encontrarnos con el ex centro clandestino de detención que perteneció a la Prefectura Nacional, porque también el puerto está hecho con esa etapa silenciada de la historia de Ingeniero White.