LA PRIMERA CANTINA WHITENSE (Que no fue)
En toda actividad humana están los sentimientos –¿egoístas?- sobre la paternidad de acontecimientos, el haber vislumbrado primero, el éxito o el fracaso del algún evento.
Surgiendo entonces, el sentencioso “¡Yo te lo dije!”
Entonces como no iban a surgir en esa explosión social, que representaron las cantinas en Ingeniero White.
Si nos atenemos a la historia cronológica la primera fue la del “Rey del Chupín”, la “Cantina Miguelito”, si analizamos el fenómeno desde el plano de la popularidad, surge con perfiles nítidos la “Cantina Tulio” y sus secuelas con otras denominaciones pero invariablemente llamada “la cantina de Tulio”. Si lo vemos desde el plano de la permanencia, quedan las cantinas “Royal” y “Micho”. Y cada una merece un tratamiento particular, por sus tímidos inicios, son verdaderos aguafuertes ciudadanos.
Pero cuando en Ingeniero White, la vida social se constituía con bailes, de verdadera gala, o funciones de grupos teatrales o corales, en los salones de la “Sociedad Italiana” y de la “Siempre Verde”; el cine que asombraba en las salas de “Jockey Club”, “Aída” y otras salas, a alguien se le ocurrió que a “Guaite” le faltaba alegría nocturna. Comparaba la nocturnidad de La Boca, una comunidad tan parecida a la nuestra que vestía su música y su bullicio apenas se escondía el sol, en una algarabía incomparable, mezclando la comida italiana, las danzas más alegres del mundo que agitaban las coloridas serpentinas, mientras se reponían los pingüinos vertiginosamente. Y si lo hace un whitense como Aldo Camagni, con sus cantinas La Rossina y Soto il Ponte, porque no podría ser acá
Y mientras le daba el último sorbo al café, recordaba las palabras del médico que atendía a su suegro “ aquí no hay un lugar donde comer pescado, mariscos o langostinos”. Abotonó su saco, la larga bufanda que le había tejido la “mamma”, lo protegió del frío de esas últimas noches de agosto y salió del “Bar Americano” arrancando como siempre para el lado de la estación. Sin saber porque se detuvo y cambió sus pasos hacia la otra esquina. Solo había dado unos pasos por Elsegood, cuando en la semipenumbra, lo vio.
Era el sitio preciso. La entrada y las vidrieras, reverberaban las pálidas luces esquineras. No recordaba con detalle qué negocio había ocupado ese inmueble, pero sí su amplio salón que había sido lugar de reunión de la muchachada. (El viejo edificio fue demolido y algunos años después se construyeron instalaciones para un banco, y finalmente es uno de los tantos locales abandonados, en espera de un mejor destino).
Entrecerró los ojos, creyó escuchar un acordeón, que acariciaba un desafinado paso doble.
Y hasta las luces multicolores lo hicieron parpadear repetidamente…
Ese acordeón sería Carmelo Lupo ,“Melón” Troncoso, tal vez el “Pato” Genovesse, la viola del “Negro” Figueredo. Estarían Antonio Campos, Tulio, Florindo Genovali, Hilario Landriscina, el “Beto” Boccanera, “Crítica” Luciani y cuantos más…
-¿Vamos para casa? – el sueño, mágicamente, desapareció en la fría noche.
Era su hermano mayor. En las dos cuadras que recorrieron hasta su casa sobre el empedrado, tuvo impulsos de compartir su sueño, pero se contuvo.
Pero no pudo dormir. Estuvo haciendo planes que, al principio, les parecieron descabellados. Pero a medida que los volvía a repasar, se fueron haciendo más tangibles, más cerca. Tal vez con un poco de suerte y mucho de audacia…
El sonido del despertador, lo encontró aun despierto, pero con un plan de acción, para el nuevo día.
Se afeitó prolijamente. El peine recorrió más veces que lo habitual su cabellera negra. Tomó unos mates. Raudamente concurrió al negocio donde trabajaba. Minutos después obtenido el permiso de salida, avanzó decidido hacia el domicilio del propietario del salón donde iba a instalar “su “ cantina.
Hizo consultas sobre alquileres y tramitaciones de habilitación. Recorrió bazares y mueblerías, consultando precios de vajillas y mobiliario. Completó su periplo preguntando por hasta por manteles y servilletas.
Toda la lista que había acumulado abultaba la cantidad de dinero necesaria. Eran otros tiempos, pero las entidades bancarias no otorgaban créditos para locuras de rentabilidad dudosa. Alguien dijo, risueñamente, una gran verdad, los bancos solo te prestan si demostrás que el dinero que pedís, no lo necesitás.
Cuando volvió a su trabajo tragó saliva y le contó a su patrona que tenía un proyecto en mente y que para llevarlo a la práctica, necesitaba saber si ella estaba en condiciones de prestarle el dinero que en principio necesitaba. Su empleadora, sabiéndolo tan responsable y viéndolo tan entusiasmado, le dijo que contara con ese préstamo. Ya estaba. Esperaba ansioso volver a su casa, en el mediodía del sábado, para hablar con su familia y concretar su soñada cantina.
Exultante, con palabras que se le agolpaban en la garganta, le contó a su hermana todo el proyecto. Primero fue un “estás loco”, pero ante las razones que escuchaba una y otra vez, accedió a participar en el emprendimiento, si el hermano mayor también estaba de acuerdo, para ocupar tal vez el lugar más importante, la cocina.
En la modorra de la sobremesa, luego de una suculenta raviolada que había preparado su hermano para toda la familia, le contó sus planes. El hermano lo escuchó atentamente y hombre de pocas palabras, le dijo que contara con él.
Festejaron la concreción de la primera cantina whitense y hasta encontraron el nombre para su bautismo.
Fue el fin de semana más largo. En vano trató de escuchar los partidos que transmitía el maestro Fioravanti, pero a poco apagó la radio y tampoco esa noche pudo dormir, esperando con ansias el antes odiado despertador. Y si sábado y domingo le parecieron interminables, tuvo aun que esperar una semana más ya que su patrona había salido de viaje.
El lunes siguiente devoró las dos cuadras hasta su trabajo y al llegar se cruzó en la entrada con el hijo de la dueña, que subía a un coche de alquiler, con una valija de mano. Le indicó que abriera el negocio, hasta que llegara su madre.
Veinte minutos después, que le parecieron interminables, llegó la dueña del negocio.
Entonces el reloj imaginario de su sueño, le tenía preparada una desagradable sorpresa.
Sus patrones habían comprado, para ampliar su actividad, en una localidad cercana. Ése era el trámite que había salido a concretar el hijo y con ello se diluía la financiación de la primera cantina whitense, que no fue…!
CANTINA “MIGUELITO”
El “Bar Internacional”, según una publicación de 1928, se estableció en el año 1911, a media cuadra de la calle Cárrega, sobre la calle Juan Siches 140 según la numeración de época. La colonia griega, muy numerosa, ocupaba principalmente ese bar donde su dueño, Kitcho Nicola, de la misma procedencia, gozaba de la más franca simpatía, no solo de sus connacionales, sino de toda la diversidad de razas que laboraban en el puerto. El café que se servía en ese bar, sus características helénicas de aroma y sabor, lo hacía único y peculiar.
En una publicación del Museo del Puerto, se destaca que había bares de pescadores, de estibadores y de ferroviarios, que era las franjas mayoritarias de ocupación. Y estaban los tripulantes de buques de ultramar que llegaban al puerto. Ya existían el bar “Unión” en Cárrega y Guillermo Torres; vecino frente a la Sub Prefectura, el “Royal” bar y recreo; sobre esta misma calle, el bar de los hermanos Bugarini; un poco más dentro del casco viejo, frente al mercado sobre calle Elsegood, el bar”Americano” de Juancito Giunta y cerrando este incompleto detalle, la virtual sede de Comercial y cita previa como antesala de los bailes de la “Siempre Verde” y de la “Sociedad Italiana”, el bar “Curacó” de los hermanos Luis y Antonio Fontán.
Miguel Curcio, un personaje de Guaite, como resultado de una mala praxis médica, cuando niño, había limitado su crecimiento físico y soportado una joroba, impedimentos que no le permitían emplearse, como la mayoría de sus amigos, en el ferrocarril o en el puerto.
Instaló en la calle Cárrega, casi Siches, en 1936, una cigarrería, donde al parecer su hermano Daniel, “lapicero” por tradición, operaba prolija y rentablemente. Al poco tiempo, se mudaron a pocos metros en Siches y Harris.
Con el fallecimiento de su hermano Daniel en 1942, tuvieron que cerrar la cigarrería
Poco tiempo después se pone en venta el bar de Kitcho, en cuatro mil pesos. Se movilizó la familia para tratar de reunir el importe y finalmente se logró con mucho sacrificio.
Un bar que les sirvió de morada a toda la familia. Un bar que, según María Curcio, tuvo en ella a la “primera mujer barman de Guaite”, una bar al principio de estibadores que, llegaban después de trabajar en el puerto, a la tardecita. El bar “Miguelito”, que en la memoria de sus actores, nació en el año 1944..
A pesar de existir varios boliches, (“La Colorada” y el “Londres, por citar algunos) era tal la cantidad de estibadores, pescadores y tripulantes de buques que agotaban la existencia de tinto y de cerveza.
Lito Hisijos al comentar la cantidad de bares, donas y almacenes con despachos de bebidas, exageraba: “Había más bares que casas de familia”
El bar se hizo, además de punto de encuentro, se hizo peña de músicos y cantores. Sin pedir permiso al sol, que se escondía detrás de los elevadores de Galván, juntaban sobre esas mesas, siempre cubiertas de vasos, naipes y amigos, los actores diarios, que se intercambian apodos, reclamando silencio, cuando en el Bar “Miguelito”, alguien comenzaba a cantar.
Allí estuvieron todos, el Beto Boccanera, Cacho Randall, Eladio Luciani, Alberto Luciani, mas conocido por “Crítica”, Tulio, Antonio Campos, Miguelito….
Todos los grandes personajes de Guaite, se nutrieron en las noches del bar “Miguelito”.
Las tripulaciones extranjeras, se dirían que tenían un destino fijo al llegar al muelle, el Bar “Miguelito”. Y en los largos días de operación de sus barcos, ocupaban permanentemente sus bulliciosas mesas.
Además algunos ferroviarios solían pasar, de tardecita, para dejarle a doña Felisa, la mamá de Miguelito, algunos pescados para que los preparara, para después de medianoche. Cuenta María Curcio: “Y ya teníamos algún pescadito, algún cornalito en la heladera. Mi Mamá cocinaba, (…) Y venían de los barcos para que se les haga unos cornalitos, un pejerrey frito, un chupín”
Los efluvios de la cocina, se metían provocativos, entre los marineros de otras latitudes y inevitablemente ocurrió.
Con el mismo lenguaje gesticular, conque pedían cerveza o vino, preguntaron si podían volver por la noche a comer.
Miguelito trató de explicar que no estaba en condiciones de atender la comida para varias decenas de tripulantes.
Y cuando las explicaciones no alcanzaban e incluso se ponían de tono áspero, terció Tulio. Sí, Tulio Angelozzi, que se constituiría, en poco tiempo más, como el indiscutido monarca de las cantinas whitenses.
– Escuchame. Miguelito, llamá al “musculero” de Boulevard que te traiga los kilos de “músculos” que harían falta. Doña Felisa, tu vieja como la mía, los hace como los dioses, se los preparás y listo el pollo…
Y así fue. Los japoneses y rumanos devoraron hasta el último pedacito de perejil. Y mientras permanecieron en el puerto, sus respectivos barcos, no solo volvieron, sino que llegaron con otros compatriotas.
Y comenzó una rutina imparable que obligó a colocar una biombo para separar el bar del salón de comidas.
“Era Miguelito y su bar. Ni su familia ni sus amigos podían imaginar que, años después, muchos artistas de los que escuchaban hablar por radio vendrían a comer a su casa. Tal vez ni Miguelito adivinaba, entre las mesas del bar, la futura cantina.(…) Faltaba quien se atreviera a reunir de una vez los elementos dispersos: la música, el baile, el vino, el plato de pescado.” ( de “Miguelito, el rey del chupín” editado por el Museo del Puerto)
Pero de a poco hubo que correr el biombo, achicando el bar. Se compró el edificio, se repusieron pisos, persianas y cortinas nuevos. Se cambiaron los artefactos eléctricos y un mobiliario más acorde y funcional
Y nació la cantina “Miguelito”…
Miguelito, viendo el negocio, le pidió a Luis Carbonara, fotógrafo social, que hiciera hacer unos volantes para repartir y hacer conocer que por fin el Puerto tenía un lugar donde la comida, principalmente en base a frutos del mar y la música, y por ende la diversión, podían constituirse en un lugar digno de ser visitado.
Luis, en cambio, creyó oportuno publicar un aviso en el diario local, que encargado a Conrado De Lucía, entonces corresponsal de La Nueva Provincia.
Abrieron con una veintena de clientes y bien pronto comprobaron que el lugar era todavía escaso. Se decide contratar a un grupo musical estable, “Los bambinos”, donde estaban Néstor Freije y Julio Genovese. Pero además Tulio Angelozzi, Antonio Campos y los guardatrenes Hugo Arce y el Zorro Aguirre. Este último cuando había que dar una mano, se hacía cargo de la bandeja y servía cantando entre las mesas. Pronto renunció a su puesto ferroviario para ser mozo y cantor.
Miguelito, repetía, con sentimiento, cada noche el tango “A media luz”
El nacimiento de la primera cantina “Miguelito, “El Rey del Chupín”, creció por el empuje de la familia Curcio, principalmente la inteligencia de Miguelito y casi una realización comunitaria de un grupo de amigos.
Muy pronto hubo que seguir ampliando, tirando paredes, que a poco también resultaba insuficiente, así se adicionó el dormitorio de doña Felisa, se agregaron baños y embaldosaron los patios, para poder colocar más mesas y cuando no hubo más espacio para aprovechar se colocaban mesas en la vereda.
Ya doña Felisa había dejado de cocinar, aunque siempre era fuente de consulta y un hijo de su hermano Vicente, el Negro Avagnale, que ella había criado desde bebé, tomó la posta y recorrió la época más gloriosa de la cantina.
“El Negro aprendió como se aprende en White a cocinar (…) lo hizo de a poquito en forma profesional. Lo fue haciendo y empezó a cocinar para 20, (…) y después tuvo que cocinar para 200. Y se hizo buen cocinero” (Julio Genovese en “Miguelito, El Rey del Chupín”, idídem) .
Todas las estrellas de las distintas disciplinas artísticas y deportivas, conocieron la primera cantina whitense. Dejaremos el nombre de algunas de ellas, Mirtha Legrand, Floren Delbene, Gilda Lousek, Daniel Tinayre, Virginia Luque, Alfredo Alcón Mariano Mores, Mario Soffici, Graciela Borges, Juan Manuel Bordeu, Edmundo Rivero, El Chando Rodríguez, Mariano Mores y muchísimos más.
Miguelito inició un camino de amistad, alegría y música, que vivificó la noche whitense. Por suerte llegaron otros que, durante décadas, mantuvieron vivo el legado cantinero de Miguel Curcio.
CANTINA TULIO
Tulio Angelozzi. En verdad sobra el apellido. Fue y será para todos simplemente Tulio y nada más que el rey de la noche whitense. Su historia, que fue la historia de las cantinas whitenses, tomó puntos suspensivos, luego de su paso por las cantinitas municipales.
Pero el embrión de esa monumental movida, se inició, con muchos de los grandes hallazgos, casi por generación espontánea.
En la calle Elsegood, frente al correo, la vinería de los hermanos Di Meglio (que había sido de Lombardo y Sardi), era centro de reunión de la barra de Tulio. Se acercó un porteño, que indudablemente buscaba ambientes ribereños que añoraba de La Boca y se hizo amigo del grupo, por carácter entrador y por que opinaba con criterio de todos los temas, se hablara de fútbol, política, cine o teatro. También pintaba y escribía. Más tarde supimos que era amigo de Victoria Ocampo y repetido concurrente a las reuniones que efectuaba la escritora. Y, como lo comprobó la barra de Tulio, cocinaba y muy bien.
Una tarde le preguntó a Tulio, si le gustaba la cazuela. Ante la perplejidad de Tulio, que ignoraba de qué estaba hablando, consiguió los elementos necesarios (calamares, mejillones y todo lo demás) y la barra saboreó un manjar como nunca lo había hecho.
Tulio se quedó maquinando mentalmente y al rato le propuso poner una cantina y aunque el porteño intentó excusarse ya que estaba próximo a casarse, fue tal la confianza y seguridad que infundía Tulio, que accedió postergando el casorio. Descontaron la aprobación de José Di Meglio, que se estaba reponiendo de una intervención quirúrgica.
Los bancos y las sillas se las compraron a Fontán y Luciani, la cocina, a crédito, la fió Sabino, y la mesada, la aportó Candell.
Se distribuyeron las tareas. Las paredes fueron pintadas con motivos portuarios, con los elevadores y los barcos; Tulio era el mozo y Carmelo Lupo, cantaba acompañándose con su acordeón y la Cantina Tulio, se abrió el 7 de abril de 1960.
El impacto fue impensado y tuvieron que ampliar las instalaciones tres o cuatro veces.
Después continuó la gloria en lo que fuera el Cine Jockey Club, ahora con el nombre de “Il Vero…”, que tenía la particularidad de tener la cocina a la vista.
Podía albergar a cerca de seiscientas personas. Y fue el lugar de moda para la recepción de la numerosa colonia artística que se hacía presente cada fin de semana.
Cuenta Ampelio Liberali, en su libro “Historietas Whitenses”, que cuando un buen departamento costaba cuatrocientos mil pesos, se hacían cajas diarias que rondaban los tres millones de pesos.
Entre los que recuerdan los memoriosos, está Irineo Leguisamo, a quien Tulio le cantó el tango “Leguisamo solo”, que llegó acompañado por Pedro Olgo Ochoa y Mineral; Juan Manuel Fangio, Néstor Fabián, Nelly Vázquez, Jorge Sobral y muchos más como la primera división de fútbol del Club Atlético Boca Juniors, a quien Tulio homenajeó.
Esta época tan sublime transcurrió entre 1967 y 1980, cuando Tulio decidió nuevos rumbos para sus actividades, en el centro de Bahía Blanca.
En la última noche de la cantina “Il Vero”, cenó y cantó el cantautor italiano Nicola Di Bari.
(Confidencias personales de Tulio Angelozzi y datos complementarios del libro, “Historietas Whitenses”escrito por el periodista Ampelio Liberali y editado por el Museo del Puerto).
Nota gentileza: Tino Diez.