Mucho antes de ser el café de Ferrowhite, La Casa del Espía era la residencia del jefe de la Usina General San Martín, ese castillo que asombra a todos los que se acercan al puerto. Fueron en realidad varios los jefes que ocuparon la Casa -desde 1932 hasta mediados de los sesenta, momento en que pasó a funcionar como una oficina administrativa-, pero uno, en particular, el que acá nos interesa. Un tal Gustav, alemán en épocas del ferrocarril inglés, en tiempos de la segunda gran guerra.
Algunos escucharon y otros creen recordar, que un día a Gustav lo vino a buscar la policía (o la Prefectura, vaya uno a saber) y que se lo llevaron “de una oreja” quién sabe a dónde. Lo cierto es que nunca más se supo de él y desde entonces el enigma no paró de crecer: ¿Era Gustav un espía del III Reich? ¿Tenía un transmisor de radio oculto en algún lugar del castillo? ¿Reportaba desde allí a la flota de submarinos del Führer sobre los buques que partían con grano para paliar la hambruna de los aliados? Importa menos la documentada certeza de los hechos que la propia leyenda.
La sospecha, propagada de boca en boca, de que un puerto -ese lugar por el que circulan enormes riquezas y en el que se trama el vínculo de una ciudad con el mundo-, se rige por pautas no del todo evidentes, secretas. Un ámbito en el que la ficción, lo que aparenta ser una cosa y es otra, cumple un rol preciso en las luchas por el poder. La leyenda del espía habita esta casa junto a otras historias que dan cuenta de que un pueblo es lo que produce pero también lo que sueña, lo que desea y lo que teme.
LA PROMESA DEL DRAGÓN
La verdad es que para pertenecer a un espía, esta no es lo que se dice una residencia discreta. Sobre sus paredes exteriores se enrosca un tatuaje a la Bruce Lee: un enorme dragón que parece salido de las bodegas de alguno de los bull carriers chinos que cargan soja por acá cerca. Con algo de tigre, algo de águila y mucho de serpiente, el dragón es un animal tan fabuloso como ambiguo. Tanto que no sabemos todavía si la figura pergeñada por Alicia Antich para arañar los muros de La Casa del Espía, es símbolo de oportunidad o de peligro, de protección o de amenaza.
Tal vez se trate de todas esas cosas juntas. De las fauces de la bestia emergen previsibles llamas, y ese fuego anticipa una promesa, un propósito, casi un programa de acción: La Casa del Espía está ahí, al borde de la ría, para calentar el pecho de los que no le temen al frío del mar en invierno. El fuego del dragón arde en las hornallas del café de Ferrowhite -sobre ellas burbujea el chocolate espeso-, pero también en las gargantas de los que allí se juntan para contar y cantar. Porque en La Casa todo lo decimos con música y la directora de ese diálogo eventualmente infinito se llama Sara Cappelletti, Sarita, la profe de piano de todo un pueblo.
¿LO DECIMOS CANTANDO?
El primer domingo de cada mes en la Casa del Espía ponemos en marcha “¿Lo decimos cantando?”, el ciclo que celebra a la pianista Sarita Cappelletti poniendo en escena su música y la de sus alumnos del taller de canto de La Siempre Verde. Sara Graciela Cappelletti es hija de Élida Brígida Di Lorenzo, eximia cocinera y diletante de la ópera, y de Luis Capelletti, recordado maestro de maquinistas de la escuela “Carlos Gallini” de La Fraternidad. Sarita comenzó su educación musical asomada a la ventana de su casa natal, en calle Avenente, escuchando a su vecina la pianista Dorita Scotti.
Su primera presentación pública fue, justamente, en “La Siempre Verde”. Trece años tenía en aquel momento y desde entonces no paró: “para mí el hecho de que se corra el telón me hace sentir realizada, no tengo problemas de pánico escénico ni nada que se le parezca”. Sarita se reconoce “tanguera”, aunque en la raíz de su trayectoria están el blues y el rock, dos ritmos que poca gente escuchaba por estos pagos cuando aquella joven pianista se interesó en ellos. “Igual -confiesa- lo mío fue siempre la docencia… treinta años en las escuelas medias… saber que alguien está viviendo de la música es para mí la mejor cosecha, es innegable que uno se siente pleno, porque la locura que uno siembra no fue en vano”.
CASCOS AMARILLOS
Junto a Carla Volonterio y Cacho Mazzone, Rodolfo Díaz atiende la Casa cada domingo. Pero además, haciendo honor al nombre del lugar en el que trabaja, se da maña para pescar con su cámara imágenes de todo lo que sucede a su alrededor y se ve desde sus ventanas, como el ingreso a puerto del buque metanero Celestine River -con sus 277 metros de longitud y sus 138.000 metros cúbicos de gas licuado a temibles 161 grados bajo cero-; o el corte y extracción de las chatas barreras que pertenecieran al Ministerio de Obras Públicas de la Nación encalladas en los sitios 3 y 4, a cargo de los trabajadores de la grúa flotante Magnus VI. De todo pasa en este puerto y casi nada parece pasar inadvertido para los ojos de La Casa. Sus mesas se transforman en una fotogalería horizontal para mostrarte imágenes del trabajo ferroviario y portuario, hoy.
Debajo de la taza de café te vas encontrar con los catangos que reparan las vías de la playa de maniobras concesionada a Ferroexpreso Pampeano, o con los carpinteros que armaron los enconfrados del nuevo elevador que edificó la trasnacional Toepfer. Obreros que la magnitud de sus obras suele volver, paradójicamente, invisibles. Y para probar eso de que tanto el paisaje como su observador son complejas construcciones históricas, te proponemos comparar estas fotos con las imágenes de los contingentes obreros de otras épocas que hay repartidas por el museo. ¿Cómo puede ser que un puerto que funciona sin parar, parezca al mismo tiempo vacío?
POLÍTICA DEL ENIGMA
Tal vez la Casa del Espía esté aquí para recordarnos que la ficción no es un territorio perfectamente separado de la Historia. Pero la ficción no está hecha sólo de palabras. También reclama evidencia tangible para resultar eficaz. Ahí donde la mayoría de los museos -Ferrowhite, para empezar- basan su saber en el ordenamiento de sus objetos, en lo que somos capaces de decir de ellos para producir una representación coherente del mundo, La Casa del Espía apuesta por la operación complementaria.
En lugar de disponer las partes para explicar el todo, convierte todo intento de orden en la pregunta por un principio de reunión ausente: ¿Qué santa alianza justiciera pone a la espada de San Jorge a la par del facón del Gauchito Gil? ¿Qué une al enorme dragón de la fachada con el buque “Ningbo Dolphin” que, en este preciso instante y ante nuestros ojos, carga 20.000 toneladas de soja con destino a Hong Kong? ¿En qué se parece el fuego que sale de su boca a los fuegos que emergen de las chimeneas que se ven ahí nomás, tan clarito, desde el Puente La Niña? Se diría que en la impredecible relación entre los objetos, las historias y los parroquianos que pueblan este café de puerto y todo aquello que los rodea, se esconde la fórmula de lo que nos une y nos separa: jeroglíficos de la fraternidad y el antagonismo de ese enigma mayúsculo que solemos llamar comunidad.