El sábado, Agustín Rodríguez nos reunió en el parque del Castillo para narrar una historia. “Isla Invisible” es un proyecto artístico, pero también podría ser un cuento. La aventura de unos chiflados que navegan hasta unas islas inhóspitas y fundan, en su camino, una cofradía vital con todo aquello que les sale al paso. Como si el viento y la espartina, los cangrejos y la salicornia, dejaran de estar ahí afuera para pasar a ser parte de nosotros o nosotros parte de ello.
Agustín narra de memoria, como suelen contar los que la vivieron. Su relato no se sirve de apuntes sino de dibujos. Láminas que levanta como si fueran pancartas urgentes o carteles que señalan los rounds de un combate. (¿Sabían que, además de dibujante, Agustín es karateca?). En la materialidad de sus viñetas hay algo del territorio que se evoca. La marea tiene, por estos pagos, cierta similitud con la dinámica de la tinta en el papel. Es una mancha sinuosa que permea, nos impregna, y así borronea certezas, nuestra cómoda pretensión de pisar suelo firme.
“Las islas de la Bahía Blanca, dice Agus, son un espejo de barro”. Nos devuelven una imágen compleja de quienes somos. Una imagen que demanda otra actitud sensible respecto del mundo en común, y una política entendida, también, como el arte de habitar con los demás vivientes.
El viernes 15 de marzo, un día antes del encuentro en el museo, Agustín Rodríguez presentó su kamishibai “Un espejo de barro” ante el jurado de tesis que lo convirtió en magister en “Arte y Sociedad en Latinoamérica” por la Universidad Nacional del Centro. Un orgullo para esta casa. ¡Dibuje, maestro!