Así pasó la Semana de Ferrowhite. La semana en que cumplimos dos décadas de existencia. Veinte años desde la apertura del museo, el 6 noviembre de 2004, que en realidad son veintiuno, si se toma en cuenta la obra de puesta en valor de su primer edificio, reabierto a fines de 2003, y aún muchos más, si consideramos la labor de Adolfo Repetti y el grupo de ferroviarios que fueron al rescate de los primeros objetos de su acervo, o el camino iniciado por Reynaldo Merlino con la inauguración del Museo del Puerto, allá por 1987.
Ferrowhite forma parte de esa trayectoria extensa. Este museo taller es el nombre de una insistencia. Una excusa para darle manija a la idea de que eso que llamamos historia no es un asunto establecido, algo que se podría sancionar de una vez y para siempre, sino la consecuencia de un quehacer siempre renovado.
Una tarea que resulta, por necesidad, conjunta. Que convoca a unas y otros al desafío de entenderse, incluso en el desacuerdo. A esa posibilidad le debemos que este museo “de los trenes” se haya vuelto, también, de los ferroviarios, de los trabajadores de la usina, de las chicas y los chicos de las escuelas, de las huerteras, los pibes y las costureras del Prende, de los aventureros de Isla Invisible, de todas las personas que por estos días peregrinaron hasta acá para reparar instrumentos musicales, construir castillos, serigrafiar morrales, abonar plantines, componer tipografías, pisar barro y sumergirse en el mural de La Casa del Espía.
La lluvia de este sábado aplazó la fiesta para el próximo 7 de diciembre. Hasta entonces, seguiremos celebrando.