La razón más habitual para viajar a La Rioja es conocer los paisajes intrigantes del Parque Nacional Talampaya. Tras un vuelo tranquilo a la capital provincial, tomar un día libre antes de emprender los casi 300 kilómetros que la separan del parque parece ser una idea interesante. Hechos los honores a la ciudad de más de cuatro siglos de edad, es momento de iniciar otro viaje, a un pasado más remoto.
El día comienza temprano con un desayuno frugal. Hay que recorrer 70 kilómetros al sur hasta Patquía, un cruce de caminos importante. Luego, vendrían casi 150 kilómetros más por la ruta 26, primero al oeste y luego al norte, para desembocar finalmente en el Parque Nacional Talampaya. Aquí mismo se ha descripto en más de una oportunidad la belleza del lugar, con sus farallones únicos: extensos desiertos blancos se ven interrumpidos por elevaciones de hasta 1300 metros sobre el nivel del mar, ubicadas entre las sierras de Sañogasta y Los Colorados. Las huellas de millones de años de trabajo paciente del viento, el agua, el sol y la tierra se ven reflejadas en estos paisajes.
Pero ocurre que alguien hace notar que lo que se ve alrededor es apenas parte de un sistema de sierras, y entonces la curiosidad por las alturas empieza a destilar inquietud entre los viajeros. Así nace la idea de seguir camino hasta esa zona en donde los mapas ya no ofrecen caminos.
Hacia la cordillera riojana
Tras recorrer 70 kilómetros al norte por la misma ruta 26 se arriba a Villa Unión, el centro de servicios más cercanos al parque, pero también la puerta de entrada al valle de Vinchina, el próximo destino. Al norte de Villa Unión, la ruta 26 se hace un ancho camino consolidado. Tras recorrer 36 kilómetros, siempre con el río Vinchina acompañando el trayecto, se llega a Villa Castelli, un pueblito pequeño ubicado en la margen oriental. Sorprende su perfil de oasis, pero el verde es bienvenido. Tras conocer la antigua capilla, un poblador señala el camino para llegar a Cerro del Toro. Son apenas dos kilómetros de una huella que permite alcanzar la hondonada llamada Rincón del Toro. Allí se pueden observar petroglifos y vestigios de una población indígena del siglo VII d.C., más precisamente de la cultura La Aguada, una de las más importantes de la región.
Luego del aperitivo que supone Castelli, se recorren otros 30 kilómetros siempre al norte para llegar a San José de Vinchina. Igualmente pequeño, aquí es imposible dejar de sorprenderse por unas enigmáticas estrellas de 28 metros de diámetro dibujadas en el piso con piedras de colores rojizos, blancos y azulados. Una de ellas está apenas cruzando el río Vinchina, a sólo un kilómetro del pueblo. Se supone que tenían un uso ceremonial, aunque esto es lo que casi siempre se piensa sobre este tipo de hallazgos.
Desde San José de Vinchina se accede al viejo camino a Chile, que cruza la cordillera por el Paso de Come Caballos. En los mapas, sólo Jagué, otro caserío ubicado a 37 kilómetros de Vinchina, aparece antes de la nada. Hacia allí parten los viajeros más audaces.
Laguna Brava
Es imprescindible animarse a recorrer estos valles enmarcados por la cumbre del cerro Bonete, de más de 6000 metros de altura. Se necesitan al menos tres días para ir y volver hasta la Laguna Brava, un enorme espejo de agua de 17 kilómetros de largo por cuatro de ancho, que ocupa una depresión volcánica a más de 4000 metros de altura sobre el nivel del mar. Sus aguas provienen del deshielo, de las lluvias y de las napas subterráneas, pero por el alto contenido de sal no es posible aprovecharlas para el consumo. Alrededor de la laguna, las pasturas que crecen al abrigo de su humedad dan refugio a vicuñas y zorros que se empeñan en dejarse ver fácilmente, como si quisieran agradecer la visita.
Claro que llegar hasta aquí no es sencillo y son necesarios más de un recaudo. El primero, sin dudas, es contratar algún baqueano que oficie de guía. El segundo, es acopiar abrigo, agua, alimentos y, si se viaja en 4×4, combustible. La otra opción es hacer el trayecto a lomo de mula, más romántico, pero menos cómodo, por cierto.
En el medio de las amplias extensiones inhabitadas y cubiertas de coirones bajos y amarillentos, se pueden ver algunas construcciones pequeñas, pero terriblemente llamativas por su soledad. Se trata de antiguos refugios para arrieros que fueron levantados durante el gobierno de Domingo Faustino Sarmiento y que hoy sirven de alojamiento, rústico obviamente, para los (pocos) viajeros que recorren la zona.
En el camino, antes de llegar a al laguna Brava, hay otros sitios que valen el esfuerzo. El primero en aparecer es el Salar El Leoncito. Éste se encuentra al final de una angosta quebrada y es la puerta de entrada a la Reserva provincial de Vicuñas, los camélidos americanos más agraciados y con pelaje más fino. Al borde de la extinción tiempo atrás, aquí y en el vecino Parque Provincial San Guillermo de San Juan han recuperado el número de sus poblaciones, que superan los varios miles.
Luego de la reserva, el camino empieza a recorrer el faldeo del Cordón de la Punilla en donde la Laguna Verde atrae por su belleza, pero sobre todo por la gracia de sus habitantes: rosados flamencos llaman la atención de los desprevenidos y colman las expectativas de los que ya estaban avisados de su existencia, por otra parte, típica de estos ambientes de altura.
Respirando un aire leve, coleccionando estas imágenes inesperadas, la laguna Brava se presenta con su carácter volátil. Es que su nombre obedece a las diferentes versiones de sí misma: ora límpido espejo de un cielo diáfano a más no poder, ora escenario de remolinos inexplicables. Los que saben dicen que estos ocurren por el recalentamiento del agua que hace bailar a las partículas de sal. Los que saben más dicen que son extraños espíritus de la Cordillera olvidada.
Fuente: Cronista.